Dicen que la vida es un camino, y es cierto, yo la comparo con una autopista, porque sólo tienes una opción: ir para adelante, tomes la dirección que tomes, no puedes ir marcha atrás, ni desandar lo andado, sólo seguir y seguir. Hay veces que en esta autopista nos encontramos el asfalto en tal mal estado, con unos agujeros tan profundos, que nuestro coche se tambalea, incluso se queda estancado allí por unos momentos, claro que si no salimos del coche a buscar ayuda, y nos quedamos allí, llorando por la mala suerte que hemos tenido en encontrar ese agujero, nunca seguiremos adelante. Es nuestra propia pena de nosotros mismos, de nuestras circunstancias, que creemos impuestas, las que nos impiden salir del coche y seguir caminando aunque sea andando, para buscar esa ayuda. Otras veces la autopista es una recta interminable, sin paisaje a los lados, árida, gris como el asfalto, en la que nos sentimos tan tristes y desanimados que sólo nos fijamos en lo gris, y nos perdemos a nosotros mismos en un mar de lamentaciones de “si esto fuera así”, o en “ojalás”. Siempre queremos saber cómo será el final de esa autopista, nos decimos “cuando llegue allí seré feliz porque ya no encontraré más baches, ni más agujeros, ni más paisajes áridos”, y seguimos conduciendo ansiosos por ver paisajes diferentes, cambios repentinos que nos hagan felices, en un estado de profunda inconsciencia, pena por nosotros mismos, culpabilizando a todos y a todo por esa maldita carretera, pero con esos sentimientos nos impedimos disfrutar del viaje, de las sorpresas, porque quizás de vez en cuando se cruce algún animalillo, otro coche, o pasemos por parajes de gran belleza.
Cada uno tenemos nuestra propia carretera, pero hay veces que estas se cruzan, y si estuviéramos más atentos a los coches que pasan en lugar de fijarnos en si nos gusta la marca o el color, para poder compartir con ellos ese breve espacio de tiempo que tardamos en cruzarnos, quizás no nos sentiríamos tan solos y perdidos.
En uno de estos cruces en los que me encontraba tan perdido que no sabía ni dónde estaba, ni cómo había llegado hasta allí, ni era capaz de encontrar mi camino, si es que éste no era el mío, me llamó la atención a ambos lados del camino, unas flores, que aunque ya había visto antes, nunca me había parado a contemplar, y me dije, “¿por qué no?, quizás embellezcan mi caminar”. Empecé a mirarlas con curiosidad primero y después las hice parte de mi camino. Entonces me fui encontrando con otros caminantes que compartieron conmigo su sabiduría. Me fueron explicando cómo estas maravillosas flores nos ayudan a que el viaje sea más llevadero, no porque nos produzcan efectos alucinatorios ni nada por el estilo, sino porque nos acompañan mientras caminamos ayudándonos a comprender por qué el camino se nos hace tan duro. Nos ayudan a comprender la razón de estos baches en la carretera, de los paisajes que vamos viendo, de nuestros sentimientos y pensamientos sobre lo que vamos encontrando por el camino.
Comenzaron poco a poco a hablarme, suavemente, como un susurro. Las flores me hicieron entender una cosa muy importante: los baches, los paisajes grises, los bellos paisajes…todo esto siempre estaría ahí, no lo podemos cambiar, ni tenemos por qué hacerlo, sólo podemos cambiarnos a nosotros mismos, si en lugar de fijarnos hipnóticamente en el mundo que nos rodea y utilizarlo como excusa para sufrir, para no hacernos responsables de nuestra vida porque esto implica esfuerzo y lo queremos todo a priori sin dolor porque nos creemos merecedores de ello sólo por haber nacido, miramos hacia nuestro interior, nos atrevemos a observarnos sin juzgarnos, para ver nuestras trabas, nuestros defectos, nuestros boicots, como una persona de las que encontré en el camino les llama, que en definitiva no son más que los impedimentos que nos ponemos para ser felices o al menos para sentirnos satisfechos, o deseando siempre que nuestro camino fuera otro, en lugar de disfrutar de él mientras lo recorremos y nos preparamos para, si realmente lo deseamos, tomar otra dirección.
Cada flor me ayuda a sacar al exterior un defecto, algo que es justo lo que en cada momento me hace sufrir, y, aunque siempre haya estado allí, en mí, formando parte de mi personalidad, la flor me lo muestra claramente como lo que es, un defecto, algo que puedo cambiar, y no algo a lo que tengo que resignarme. No voy a decir que esto sea fácil, no lo es, sobre todo porque tengo que tener la atención bien despierta para observar todos los pequeños detalles que las flores me van mostrando y la valentía de reconocer como míos defectos que no quiero ver en mí, pero que siempre estoy criticando en los demás, como si yo fuera perfecto y los demás imperfectos. La envidia, el odio (Holly), el resentimiento, el echar la culpa de esos baches en el camino a otros coches o al constructor (Willow), la culpa que te martiriza porque no has hecho, o has hecho, o has sido o no has sido (Pine), las dudas sobre todos y cada uno de tus pasos (Cerato), el egoísmo (Chicory), la intolerancia (Beech)… todos y cada uno de estos defectos son los que las flores me han ido mostrando a lo largo del corto espacio de autopista que llevo recorriendo adrede, consciente de cada paso, sin distraerme mirando a ambos lados de la carretera para culpar a ese paisaje porque me pone triste, o a aquel arbolillo porque me da pena, sino centrándome en cada movimiento que mis pies hacen para levantarse del asfalto, avanzar en décimas de segundo por encima de él, y volver a posarse en el suelo. Es un camino largo y duro, pero es el único camino que estoy recorriendo por mí mismo, en mi propio coche, sin dejarme deslumbrar por otros más relucientes o más grandes que el mío, tratando de levantarme lo más rápido que puedo cuando tropiezo en un bache, pensando que es sólo eso, un bache, y que me esperan muchos más, como también me esperan trayectos bellos.
Mi carretera ahora mismo casi no se ve, es una maraña de hierbas, raíces que han levantado el asfalto haciéndome caer de tramo en tramo y ramas de árboles que se cruzan de un lado al otro de la carretera impidiéndome la visión, pero yo sé que está ahí, y por ahí sigo, arañándome al pasar, tropezando con las raíces, avanzando lento, muy lento, y obligándome a sentarme de vez en cuando para recobrar el aliento y seguir caminando. A veces miro hacia atrás y lloro porque pienso que en algún momento escogí la autopista equivocada, alguien me indicó una dirección que yo seguí sin más, creyéndome lo que indicaba el mapa de otros, sin mirar el mío, pero ahora sé que el camino que llevo en este momento, aunque difícil, es realmente mío, y los arañazos y golpes al caer me lo recuerdan a cada instante. Y sigo caminando….
Marcos Vélez