Nacieron, más o menos, con la Gran Depresión. Vivieron la guerra civil del 36, la II Guerra Mundial, 40 años de dictadura y una democracia anoréxica. Trabajaron duro, hicieron una vida mejor a pesar de las enormes dificultades, criaron a sus hijos y los elevaron por encima de sus propios condicionamientos y ante problemas y dificultades, cuidaron de sus nietos.
Mueren como soldados, solos en el campo de batalla sin que nadie de los suyos les acompañen. No ven sonrisas, solamente mascarillas, no hay ni despedidas ni abrazos, solamente plástico sanitario… Pero son valientes veteranos y veteranas bregados en mil batallas y con muchas cicatrices, mueren sin rechistar. Quizás cabreados y con razón, pero serenos porque entregan una vida ya cumplida. Ellos y ellas van al Cielo, al Walhala de los héroes, porque lo dieron todo y han muerto con honor en este combate donde la oscuridad quiere imponerse. Ellos son nuestra Luz.
Sí, honor y gloria para ellos y ellas. Honor y gloria en nuestro corazón y en nuestra razón, no importa el teatro de los homenajes oficiales. No son números de una estadística, son héroes y heroínas con nombres y apellidos. Honor y gloria.
Aquellos y aquellas que los creen prescindibles, que mueran apestados y se los coman los cerdos.
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